domingo, 17 de octubre de 2010

LA CIUDAD BENDITA

Basado en el cuento de Gibrán Jalil Gibrán “La Ciudad bendita”

De pequeño me contaron, con ternura,
la existencia de una mágica ciudad,
donde todos conocían las escrituras
y los hombres poseían humanidad.

No existían en tal ciudad los asesinos,
se volvieron a Jesús los hechiceros,
el alcohólico dejó de amar el vino,
todos eran generosos y sinceros.

Con un ansia sin igual, casi infinita,
quise ir a aquella tierra de portentos;     
en mi  alforja guardé algunos alimentos   
y partí a aquella ciudad santa y bendita.

Por cuarenta días me guio mi estrella,
el desierto de la Arabia desanduve;
al mirar la gran ciudad  yo me detuve,
contemplando las iglesias que había en ella.

Cuando entraba, puede ver sus ciudadanos,
en su vida y su carácter no había enojo;
sorprendido vi en su rostro solo un ojo
y que a todos les faltaba alguna mano.

Intrigado, con sorpresa pregunté:
¿Por qué causa sus dos manos no las tienen?
un anciano de voz dulce y blancas sienes
dijo amable: por ti mismo, joven ,ve.

Me llevó a un templo que vibra con mil ecos,     
una grande multitud fue tras nosotros.
Ahí miré miles de ojos, todos secos,
muchas manos con sus dedos disecados.
¿Quién ha sido, el que este mal ha hecho en vosotros?,
pregunté a la multitud desesperado.

Se miraron sorprendidos, uno al otro,  
una loca confusión latía en mi pecho.
el anciano contestó: fuimos nosotros
que por propia voluntad así hemos hecho.

Me mostró él una escritura que decía:
Soy Jesús, que resplandece más que el día,
Soy aquel que eternamente en la luz vivo.
Si algún miembro de tu cuerpo te es motivo
de infligir un gran dolor contra tu hermano,
si procuras heredar el bien eterno,
te es mejor al cielo entrar sin una mano,
no que todo el cuerpo arrojen al infierno.

Hasta entonces, fui capaz de comprender.
Pregunté: ¿no hay aquí, quizá, un hermano
que conserve sus dos ojos, sus dos manos?.
Sí, hay algunos, respondió el amable viejo,
son aquellos que no pueden aún leer,
niños tiernos que no entienden su consejo.

Salí huyendo, cuando apenas comenzaba a amanecer.
La ciudad, me dije triste, por doquiera abunda en paz,
pero entiendo que en sus muros no podré vivir jamás:
“Porque ya no soy un niño, y además puedo leer”.

AUTOR: ALBERTO ANGEL PEDRO (ALÁN EVANGELISTA)

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